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domingo, 10 de agosto de 2014

Estrategias tradicionales contra el calor.

Para nadie es una sorpresa el insoportable calor de nuestro estío, todo un atentado contra los Derechos Humanos. Y todavía nos queda este septiembre que acabamos de inaugurar, el veranico de los membrillos. Para combatirlo la tradición, por boca de los mayores, nos habla de diversas estrategias que cubrían un amplio espectro desde la disposición de la vivienda, el aseo personal, la gastronomía, las bebidas refrescantes o el baño en balsas, acequias y playas.

Los informantes que hemos entrevistado a lo largo de los años hacían especial hincapié en la gran importancia concedida a la ubicación de la vivienda para evitar los rigores de la peculiar climatología. Preferentemente se orientaba a mediodía o levante, nunca al norte, porque entonces sería una casa gélida en invierno y con humedad. Un amigo de la localidad de El Albujón nos decía que se conseguía una cámara de aire, aislante de las altas temperaturas del exterior, con la colocación de las tejas de cañón, también llamada teja moruna, aunque ya los romanos la utilizasen. Pero dejemos que lo exprese con sus propias palabras Juan Nieto Pintado: «Las casas tenían cámara de aire porque ponían una teja boca arriba y la obligaban (la sujetaban) con barro por un lao y por otro, y entonces se ponía sobre esa otras dos tejas boca abajo. Así tienes una cámara de aire que no se consigue con la teja plana o alicantina, que vino después. Por eso la teja de cañón es más fresca».

A este hecho se sumaba otra cámara de aire por el amplio espacio creado entre el tejado y el cielo raso. Abundando en un mayor aislamiento, los techos del habitáculo alcanzaban hasta una altura de seis metros y los muros de piedra caleña, entre cincuenta o sesenta centímetros de grosor. Frente a las casas se plantaba un pino o se instalaba un 'emparrao' que procurase sombraje.

Barreños de zinc

Cuando no se empleaban las duchas, pues el agua corriente aún era pura quimera, se llenaba en el patio una vasija grande de barro o un barreño de zinc, que quedaban expuestos al sol. En ese recipiente se bañaban, sobre todo los niños, constituyendo un buen ejemplo de uso de energía solar, barata y nada contaminante. Tras las faenas del día era de agradecer un baño placentero en el propio patio, que en invierno era practicado en el interior del hogar. Más tarde vinieron unos cubos que disponían de una alcachofa, que la abrías y caía el agua como si fuese propiamente una ducha, para ello se colgaba en alto.

Era importante la elección de una buena cántara o botijo que 'hiciese agua fresca', por eso se preferían las de color blanco y superficie porosa, frente a las de color rojo. Para curar la cántara se le vertía agua que se dejaba reposar por espacio de dos días, no siendo consumida. Después se tiraba y se volvía a llenar, apta ya para el consumo porque el líquido elemento se había filtrado por los poros del recipiente, eliminando el polvo y ya no producía agua de mal sabor. Las cántaras de buena calidad sudaban cuando se les echaba agua fresca, pero debía de cuidarse de no mojarlas por fuera, pues perderían sus capacidades refrescantes. El agua sacada del aljibe era fresca y para mantenerla en esas condiciones era preciso buscar para el botijo o botijón una buena sombra bajo la olivera o el garrofero, si es que se estaba trabajando en medio del campo. Un buen lugar era colocarla en la ventana durante la noche estival, buscando la corriente de aire.

Tras un duro día de trabajo campero, nada como un vaso de agua con un chorrico de vinagre y un poco de azúcar para quitar el amargor. Era un remedio muy apreciado contra los rigores solares. Aunque no estaba nada mal un trago de paloma, bebida de color blanco lechoso, resultante de la mezcla de agua fresca con anís. Preferentemente servida en botijo.

Para la comida fuerte del día se servía un gazpacho distinto al andaluz, y nada que ver con el manchego, que consistía en agua, lo más fresca posible, con algo de vinagre, aceite y sal, trozos menudos de cebolla, tomate, pepinos, a veces pan y una pizca de orégano. Algún comensal se colocaba, adherida a la frente, una rodaja del extremo del pepino, remedio apreciado por su poder refrescante.
 
Melones y jarabes

El melón y la sandia, antes llamada melón de agua, se colocaban en el pozal o cubo empleado para sacar el agua del pozo o aljibe y así descenderlas por debajo del nivel del agua, refrescando la fruta que sería degustada por los comensales. Solía hacerse lo propio con la botella de vino o la leche preparada con canela y limón.

Era apreciado el refresco de limón consistente en un poco de jarabe de dicho sabor al que se le añadía agua fresca, sirviéndose en bares y tiendas de comestibles, aunque en muchos casos ambos concepto estaban unidos. En estas tiendas-tabernas de antaño se vendían unos polvos llamados litines que se vertían en el agua para elaborar así un sucedáneo de la gaseosa. Al vino se le añadía sifón y los domingos por la tarde o días en que se trillaba los habitantes de pueblos y caseríos recibían la anhelada visita de los chambileros, quienes transportaban su mercancía en carro o bicicleta: granizado de horchata y limón o el famoso mantecado, un helado de vainilla que conocemos por chambi, cuando se sirve en cucurucho de oblea, aunque en los años cuarenta y cincuenta se disponía entre dos galletas, lo que después se conoció como corte. Todo por refrescarse una 'miaja'.
 
Artículo publicado en el Diario La Verdad.
Autor: José Sánchez Conesa.
 

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